Papel celofán

Dormía placidamente y de pronto desperté de un sobresalto, un miedo me invadió y se fue transformando en una angustia anclada en mi garganta, a veces me impedía tragar con facilidad, los líquidos fríos me entristecían un poco más.

Desde un tiempo a esta parte empecé a poseer estos ojos que no ven, por eso debe haber sido, más que por distracción, que no pude leer la letra pequeña al final de página, con la que ella me había señalado los límites de nuestro acuerdo. Todos sabemos que un día vamos a morir, pero imagino que la vida no tendría mucho sentido al recordarlo constantemente, ella mencionaba aquello de la letra pequeña y yo algo presentía de la fragilidad de esto de sentirse viva.

Cuando hacíamos el amor me dedicaba a tocar los pliegues alrededor de sus pezones para acercarme lo más posible a su corazón pero era difícil concentrarse en esa labor con las interrupciones que nuestras feromonas realizaban cada vez que conectábamos los cuerpos.
Le dibuje un mapa y le entregue varias coordenadas para que pudiera ubicarse, el camino era simple y el horario flexible, con solo ir podía encontrarlo, después que se lo apropió ya no había manera de que pudiera dejar de ser suyo. Imaginó que no sospecho que eso contrariaba legalmente el punto de la letra pequeña.

Yo quería saber que había dentro suyo y le hable de que teníamos que probar nuevas cosas, ella comenzó a contornear la cintura y las palabras se me humedecieron hasta diluirse por completo. Cuando se durmió le dibuje un corazón en la espalda y me dormí sobre el, al despertar ella pensó que se me había corrido el maquillaje al ver medio circulo negro en mi mejilla.

Los días se me pasaban porque las cosas buenas suelen hacer que nos distraigamos, ella me contaba historias y nos reíamos de cosas que de pronto tenían gracia y que de seguro siempre fueron opacas.

Cuando empezamos a abrochar los recuerdos de cómo se van armando las cosas podemos ver en perspectiva, yo tenía la mirada restringida por mi vista en declive y por cada minuto observando ese corazón dibujado en su espalda.
Y desde esa noche en que desperté sobresaltada, eso atorado en mi garganta empezó a expandirse a mi pecho, llego a tal punto que incluso un día ella rió ante lo difícil que me era tragar una pastilla, tenía tanto miedo que compre unos seguros de vida que sólo se hacían validos cuando ya no podía disfrutarlos. Pensé que como todo el mundo, llenándome de cosas dificultaría el paso de cualquier peligro a mi vida, pero esta metafísica tan dañina me perseguía sin tregua.

Todas esas noches sin dormir, bailando a ritmos ajenos o a los que se nos escapaban de las caderas, me permitían disfrazar la preocupación que aparecía cada vez que había un espacio. El problema era ella empecinada en preguntarme en que pensaba cada vez que miraba con angustia las formas en el techo. Habría sido más saludable confesar que tenía miedo de todo el espacio abarcado por el exterior a sus abrazos, porque había un minuto en que ese espacio temible crecería tanto que lo abarcaría todo.

Siempre he tenido presente la realidad aunque no la comparto, sé que siempre esta ahí. Y la realidad me indicaba que la letra pequeña de nuestro acuerdo era saber siempre que había una fecha de caducidad. Temía a las condiciones de fin del contrato pero como la resaca, el jugo de pomelo y el dolor muscular era el sabor amargo que queda después de disfrutar un café.

Imagino que ella tan instintiva siempre lo supo, quizás alguna mañana se levanto sin que lo notara y miro en el espejo la figura sobre la que solía dormirme. Quizás más que yo, adivinaba que usar protecciones ante el sentir era inocuo al entrar en contacto con la atmósfera terrestre. Todavía no lo sé, la miro dormir, le escribo que la quiero mil veces en el aire, cuando ella abre los ojos de pronto amanece para mí.

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