Trascendencia

Ella no entendía la poesía, ni siquiera al dibujarle un corazón en la espalda mientras dormía. No tenía manera de explicar lo que había en el borde de las palabras, entonces solo la miraba.

Mis ojos, decorativos como siempre, atinaban a mostrarle ese espacio en donde había resguardado la memoria, el archivo inmaterial de lo que habíamos sido; ella decidía no mirar ahí dentro, lo suyo era resguardar el olvido.

Así como los buenos momentos nos llevan a distraernos mientras suceden las cosas, los malos momentos requieren de grandes esfuerzos de iluminación artificial para situaciones comunes y personajes de reparto. Es lo que separa la inmanencia de la trascendencia, el misterio que sólo el tiempo de infelicidad puede aclararte.Como mi especialidad eran las palabras, pensé que tendría que decir en ese momento pero inesperadamente el lenguaje no verbal a veces me robaba el protagonismo.

Fueron cosas inmateriales que terminaron sellándose a través de grandes cajas en donde puse su ropa, libros, fotografías, cuadernos, tazas, electrodomésticos y juguetes de colección. Así parecía ser el amor posmoderno, una historia que se reconstruye por la cantidad de vestigios de la unión que pudo haber existido.

La casa estaba vacía, los caminos que habíamos dibujado en el aire para reencontrarnos en días difíciles, de pronto ya no tenían utilidad. De hecho varias veces jugué a seguirlos por si la suerte me acompañaba y terminaba rodeándome con sus brazos, pero no sucedió. El encanto de sus imperfecciones me mantenía atada a esa falta de muebles, al vacío teñido por las cortinas de colores.

Una mañana decidí pintar, al día siguiente inventé otra tarea y así poco a poco comencé a distraerme, después de unos meses invite a otras mujeres a jugar con el color; la experiencia de mirar la noche fluorescente desde mi balcón y apreciar el amanecer verdoso a través del visillo junto a mi cama. La vida se transformó en eso, un conjuro para que el tiempo hiciera lo suyo.Inmanencia o transcendencia, solía repetirme cada mañana, a veces era lo uno al día siguiente lo otro.

Después de unos meses regrese a hacer clases a la universidad, mis alumnos y yo tendríamos ese año un proyecto en conjunto, todos incluso el mío, se someterían a un juicio público. Desde antes había elegido la trascendencia.Conforme pasaban los meses, cada uno iba mostrando sus avances y las técnicas propuestas. Yo tenía una idea y esperaba mostrarla al final del semestre. En tanto me repartía entre las distracciones, preparar las clases y visitar la casa de mi familia. Había días tan vacíos que me autoimponía redecorar constantemente, por si ese movimiento activaba algo en mí.

El piso de la casa estaba regado con diarios viejos, mis manos más partidas que nunca. Había pasado de la idea al boceto pero su cuerpo tridimensional no aparecía por más que jugara con la arcilla. Como lo mío eran las palabras, pensé en desistir varias veces, pero adivinaba algo sobre el sentido que se escondía en los pliegues de la figura en mi cabeza.

Así como el azar nos une en lo real, la irrealidad de lo que nos separa a veces deja de existir. Una mañana cualquiera nos vimos al tomar el Metro, debajo de la tierra al parecer las cosas suceden y nos miramos de lejos, separadas por un mar de gente. Ella tan común como cada individuo a mi alrededor por alguna razón era diferente que la señora que tejía en el vagón del frente. Nuevamente un mar de gente nos separó, pero al parecer esta vez no era irremediable, ya que un par de mañanas después volvimos a vernos el tiempo suficiente para hacerme un boceto tridimensional de su rostro.

Yo me había resignado a la rutina, a vivir escondiéndome detrás de cada movimiento ensayado y repetido, hasta que un día apareció en mi casa, ella esperaba en el sillón mirando como siempre unos centímetros más arriba de mis ojos para evitar el amor. Conversamos y me contó su problema, no confiaba en nadie más que en mí para mostrar sus vulnerabilidades, la abrace con la magia que tantas veces había oído que tenían mis abrazos, una paz inexplicable que sólo la trascendencia conoce.

Hice mi maleta y la acompañe a hacer sus trámites, iba triste con todos los fantasmas que acarreaba desde niña. Le tome la mano, le conté algunas historias, caminamos y jugamos a sonreír como cuando éramos felices. El día pasó entre firmas, personas, fotografías y silencios. Por la mañana regresábamos a Santiago, ella prometió que no sería un peligro dormir conmigo sin embargo fue inevitable; su cuerpo recordó los caminos dibujados en el aire y llego al mío naturalmente, como flotando sobre el agua. Ella era tan dulce como cada día de los años que había pasado y perdido a mi lado, el sabor de su boca, su movimiento y el mío, su mano empuñada en la mía y mis ojos buscándola en medio de las sabanas. Al despertar intenté mirar dentro suyo pero ya la había perdido de nuevo. Tus ojos- me dijo en la mañana- tus ojos son el recuerdo que no puedo sacar de mi mente, tus ojos son por lo que no quiero que me mires, odio que tengas esos ojos, odio mirar dentro tuyo y saberlo todo, saber que nadie más me mirara así, que nadie más me va a amar con tus ojos. Cierra los ojos- me pidió- lo que te queda del día conmigo prométeme que vas a cerrar los ojos. Yo sólo asentí y mire al suelo, no sabía si el silencio sería suficiente para explicarle a ella que eso al parecer era la trascendencia, el único trozo que no había podido desterrar de su vida.

La calle era larga, por eso el silencio también duro bastante. En la carretera alcanzaríamos algo que nos llevara de vuelta, no sé qué sucedió ese día; un desvío o un accidente, nos dijeron. El destino que quiere aplazar nuestro silencio, pensé. Comenzamos a caminar por el borde, como no pasaba ningún vehículo pronto comenzamos a jugar saltando de una línea blanca a otra.

Al mediodía la temperatura subió y nos desviamos a un árbol. Cuando la razón tiene un desvío- le dije- se transforma en un pensamiento barroco. Ella sonrío y dijo que el encanto de lo habitual en mí nunca se había perdido, que el problema siempre fue que no apareciera el encanto de lo no habituado. No sé si me detuve un segundo a analizar lo que ella había dicho o sólo actúe con lo no habituado en mí y partí corriendo lejos, espantada por la lógica.

De ella, hasta hoy no sé nada, alguien me contó que fue a la exposición de fin de año, no sé qué habrá pensado, no sé si sentirá más paz o si al igual que muchos otros, habrá llorado. Recuerdo que esa tarde, la última vez que pude verla, termine mi proyecto. Al llegar a mi casa, ya era evidente para mí, cada fragmento de mi memoria sin forma, de ese contorno rugoso que existe en las palabras estaba ahí, ella era eso, con el olor y los sabores que logre dejar en la superficie, no me limite a la arcilla, también fueron trozos de jengibre, algunas orquídeas del jardín, hojas de toronjil de olor y quizás algunas manchas rojas inevitables que cayeron de mis ojos cerrados a la fuerza por el zurcido sobre mis parpados, intente que eso se insertara en la superficie para que a ella le fuera evidente mi esfuerzo por no mostrarle la trascendencia que había ahí.

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