Anemía



Estoy casi segura que sucedió, y hago hincapié en el casi, porque su paso por mi vida más que una experiencia fue una sensación. Como esos sueños extraños que nos producen risa y luego nos dejan mirando el vacío con tristeza porque despertamos de golpe. Fue como un sueño a la hora de la siesta.
Si es que algo ocurrió, fue en el aire que componía los miles de kilómetros de distancia que nos separaban. Yo creo que a mí también me soñaba algunas noches y así, entre límites desdibujados, estos sueños que se supone no son parte de lo que somos, terminaban diciéndonos mucho más del mundo que esta cascara objetiva tan mediada que –dicen- es la única realidad.
Yo me la pasaba soñándola y cuando me hablaba de plantas y de andar a caballo no sabía si eran recuerdos o cosas posibles que aún no ocurrían y que quizás nunca lo hicieran, porque nadie dijo que los sueños debían traspasar al otro lado.
Ahí estaba ella, maravillándome con su sorpresa ante tantas cosas triviales para mí y presentándome mundos que jamás imaginé y que eran parte de su vida a diario, pájaros que se reconocían por el canto, nubes con distintas tonalidades de lluvia. Ella era de otro mundo, uno en el que cualquiera de mis adornos era de enorme inutilidad, uno en el que la vida llevaba oxígeno a pulmones llenos y el ritmo de la vida se ajustaba a las estaciones del año. Como ese invierno, cuando nuestros abrazos –soñados o no- eran parte de la vida y así, escondidos en las sabanas nos refugiaron del frío y se quedaron esperando la primavera, nuestra estación favorita para florecer.
A veces me quedaba dormida de pie en el Metro, a veces soñaba que leía sobre ella en medio de mis reuniones, como si las proyecciones de indicadores me hablaran de su cuerpo. Escribía su nombre en los bordes de las agendas y dibujaba su boca en el aire, a ver si me la encontraba en alguna parte.
En ese estado me dedicaba a hacer diariamente, sin saber ese límite entre estar o no estar presente. Por eso quizás no me dolió tanto, solo fue despertar de golpe mientras caminaba en piloto automático por Providencia. El choque me destruyo la cadera. La gente que lo vio de lejos, aun me agradece, yo no tengo una panorámica de los hechos ni de la cronología espacial, pero al parecer fui la barrera entre una bicicleta furiosa sobre la vereda y una niña en su triciclo rumbo al jardín.  
Termine en urgencia  y descubrí de la peor manera que soy alergia a los opiáceos. Fueron solo 4 días en los que dormí sin soñarla la mayor parte del tiempo, días en que la anemia desapareció y en los que comencé a olvidarla, tanto que no sé si nos conocemos realmente, si ella en la calle es cualquier persona que pasa a mi lado o es alguien especial que si esta en alguna parte.
No sé si el dolor que me acompaña permanentemente es realmente mi cadera o producto de la siesta.

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