En Pausa
Se oían rumores
que pronto vendría la cuarentena para todos, faltaban horas para la cadena
nacional y aparecían en los medios historias de complot y apocalipsis.
La alarma publica
desconocía todas las pandemias que habían azotado a la humanidad y en una época
en donde la representación valía más que la experiencia, el caos era total. La verdad
es que yo me sentía un poco ajena, leía las recomendaciones y mi desinterés
social, junto con las rutinas diarias de limpieza calzaban perfectamente en
esta nueva normalidad. Evitar el contacto físico, no compartir con desconocidos
en espacios de uso público, evitar aglomeraciones, lavarse las manos y sobre
todo jamás tocarse el rostro con las manos, algo que aprendí con mi dermatóloga
para prevenir el acné durante la
adolescencia y que atesoré como una rutina sagrada. A todo ello le sumaba mi
limpiador clínico de aire, spray desinfectante, salita de recepción en donde
dejaba zapatos y ropa usaba en el exterior, despensa con guantes, alcohol en
diferentes formatos y mascarillas, incluso un traje de aislación total que
había encargado en ebay con la ilusión de algún día poder usarlo.
De pronto me
sentía a la vanguardia.
Memes y videos
circulaban con ideas para pasar la cuarentena total. En broma publique que
buscaba compañía para esos días y lo acompañe con una foto de mi despensa de
salubridad total. Su mensaje no tardó en llegar.
Si decretan cuarentena
total de aquí a mañana ¿te parece buena excusa para conocernos? – fue su primer
mensaje-
Claro- le
respondí- no puede ser sólo una comunicación que se base en los corazones que
le envías a las fotos de mis comidas.
Vale, esperemos a
que nos dice el destino. Yo llegaré con lo necesario a tu casa.
Super, es una
cita, emoji emoji.
Faltaban unos
minutos para la medianoche y en cadena nacional nos dieron la noticia. Acabábamos
de pasar a la siguiente fase y la medida restante era cuarentena nacional.
Su mensaje llego
de inmediato.
-En media hora estoy
en tu casa, envía ubicación-
Ella llegó con
una bolsa de compras, al parecer tenía todo preparado. Le pedí que se sacará la
ropa que traía de fuera y que yo le pasaría una bata. Que buena idea –dijo-
algo osada, pero buena.
Le mostré mi
cuartito para dejar los zapatos y ropa exterior. Ella sonrío y comento que la epidemia
nos tenía a todos haciendo esas locuras.
Alabó mi preparación
al ver los útiles de aseo y río comentando que ya creía que su única forma de
sobrevivir era el haber llegado a mi casa a tiempo.
Pusimos una película,
abrí un carmenere, preparé una bandeja con snack de verduras, la calefacción central
estaba funcionando desde media tarde. De pronto la película ya no importaba y
ella estaba sentada sobre mí. Eso de tocarse el rostro no nos importó, fueron
tantos besos, tanta respiración agitada compartida que lo de la epidemia no nos
importó por un rato, de algo hay que morirse, susurramos en conjunto.
Pasamos dos días
así, cocinar, ordenar, hacer bicicleta estática, ver películas, dormir siestas
de medio día en el suelo, oír música, jardinear. Hasta nos hicimos una playlist
que se llamó tarde de jardinería.
En cualquier
horario habían pausas para hacer el amor y yo comenzaba a cansarme.
Es importante en
este punto decir que mis rutinas de limpieza eran tan estrictas y permanentes
que muy pocas personas habían pasado del cuarto para dejar la ropa exterior y
habían llegado a mi vida, es más, la sola idea de irme a dormir a un lugar en
donde no existía la seguridad de desinfección total me daba pavor. Por ello
esta intimidad tan desconocida me estaba descolocando un poco.
Al quinto día no
sabía cómo continuaban las cosas. Habíamos probado las posiciones sexuales que
conocía, ella parecía una atleta y yo me había comprometido a la cuarentena.
Por televisión mirábamos
imágenes de calles vacías, comercios cerrados y desde el departamento oíamos sirenas
a lo lejos, yo me asomaba a la calle cuando oía ruido y eran carrozas fúnebres
que pasaban a lo lejos. Teníamos la certeza que la mejor idea era permanecer en
casa. Le comente que tenía que escribir algunas cosas para mi trabajo, ella
aprovecho de hacer algo de pastelería. Desde mi escritorio miraba de reojo la
cocina e iba enumerando las cosas que tenía que ir a limpiar cuando ella
saliera de ese espacio. Cocinaba con el pelo suelto, se chupaba los dedos y
metía la boca en lo que estaba haciendo. Yo rezaba por sobrevivir.
Hizo un queque de
plátano, yo preparé café. Nos sentamos a mirar por la ventana el atardecer.
Parecemos una pareja
de ancianos- comentó- ni siquiera hemos usado lo que traje. ¿Te parece usarlo
esta noche?
Sin saber a lo
que me lanzaba –asentí-
Ella sacó unas
botellas de gatorade, se puso una falda de mezclilla y trenzó su pelo. Yo me
senté a los pies de la cama, ella me llamó muy sensualmente. Me acosté y de
pronto vi como se acomodaba sentada sobre mi pecho y avanzaba a mi rostro, sin
ropa interior.
Grite, con miedo-
¡Pero que estás haciendo! –le dije- no sabes la cantidad de virus que me
podrías contagiar.
¡Esto es una
broma! – repetía una y otra vez riendo- tenemos que pasar muchos días más de
encierro y me vas a decir que no me quieres hacer el trono de la reina.
Por suerte ella
se tomó con humor la situación, como la mayoría de las cosas.
Eres rarísima –me
repetía-
Ya íbamos en el
día 14 de encierro y mi vecina del tercer piso se asomó al balcón y comenzó a
cantar. Varios nos sumamos, era el contacto colectivo que teníamos permitido y
que se repetía en el mundo entero, con distintas canciones. Lo que nos quedaba
para aferrarnos a la vida en comunidad.
Al día 20, ya eran
millones los muertos y la risa daba paso a la desesperanza. Los ancianos
estaban en aislamiento hace semanas y muy poco sabíamos de nuestras familias, a
los jóvenes se nos había prohibido ir a visitarlos, los funerales estaban a
cargo del estado para evitar aglomeraciones, se había informado que por cada
muerte llegaría un mail.
Las medidas de
control social al inicio fueron recomendaciones, tras unos días salir de casa
era fusilamiento inmediato. Había un olor a alcohol en el aire y a lo lejos se
veían columnas de humo que todos sabíamos, eran los muertos.
Por eso está tan
lindo el atardecer –comento- la contaminación produce esos arreboles. Me gusta
pintar ¿te había contado? –preguntó-
No, nos estamos
conociendo recién –respondí-
Ahh, por eso no
quieres poner tu boca ahí –me dijo riendo y tocándose la pelvis-
No, no es por
eso. La verdad y te lo digo ahora, porque es imposible que huyas. Yo en general
soy así. Tengo el cuarto de desinfección desde que vivo acá, las mascarillas y
el traje de aislación son parte de mis compras habituales y mira, esta piel
tersa que siempre pensaste eran filtros fotográficos es real, porque jamás me
toco el rostro y sigo mi rutina de los 3 pasos sagradamente.
Y ¿por qué? –preguntó-
tu sabes que vamos a morir, antes o después, esta epidemia nos terminará
matando y la verdad, me gustaría morir con un orgasmo. De hecho, quería
conocerte porque pensé que todo lo que decías era sobre sexo, ahora veo que las
cosas sucias para ti tienen otro significado –me dijo con una carcajada que de
a poco se fue haciendo más fuerte-
Me quede pensando
en mis porque, pero no tenían respuesta.
Estábamos en el
día 27. Las noticias eran cada vez más escasas, se rumoreaba en redes sociales
que el vocero de gobierno había muerto, otros que toda la cúpula de gobierno y
sus familias se habían fugado en un crucero de aislamiento de lujo. El país
estaba a la deriva, la información era un listado de cuerpos que habían
ingresado a los crematorios.
Ella y yo nos sentábamos
en el balcón a mirar el atardecer tomándonos las manos, era vivir un día a la
vez.
Yo creo que si me
tocaba ir a la guerra, igual iba contigo –me dijo entre bromas- aparte de
preparada toda tu vida para esto, es muy agradable la contemplación a tu lado.
Esa tarde
ensayamos la coreografía de la epidemia. Un baile muy ridículo y pegajoso que
se volvió reto viral, hacerlo suponía que ibas a sobrevivir, buscábamos
motivarnos para los días siguientes, pero su alegría visceral me mantenía feliz
de vivir mis últimos días así.
Comenzaron a
aparecer noticias de algunos países que ya estaban levantando cuarentenas, la
población juvenil era la principal sobreviviente. Mirábamos las historias de Instagram
de algunos artistas que recorrían calles casi desiertas, haciendo bromas porque
nadie le pedía autógrafos. Los gobiernos de esos países habían convocado
limpiezas masivas en algunos puntos estratégicos y miles de personas con trajes
de aislación regaban con desinfectantes escaleras y muros. La contaminación
había disminuido enormemente y la curva poblacional mágicamente se había
equilibrado en el viejo continente.
Estábamos en el
día 35 y nuestra vecina salió a cantar. Todos aplaudimos. De nuestro país no
habían noticias.
Nos sentamos en
el balcón, tomándonos de las manos.
Ya casi somos
sobrevivientes –me dijo- aún le tienes miedo a las bacterias o virus que puedan
existir en las húmedas partes de mi cuerpo –continúo, riéndose y se sentó en el
sillón sobre mí. Pasamos esa tarde y los días siguientes probando cada parte de
nuestros cuerpos.
Hay quienes dicen
que los orgasmos y la muerte están relacionados, lo leí por ahí –me comentó-
que cuando los primeros habitantes comenzaron a mirarse a los ojos al tener
sexo y a apartar el cuerpo de los muertos, con una ceremonia, nació lo humano.
Ambas cosas en privado, porque nos dejaban ver vulnerables, desbordados.
La petit mort –le
respondí- acá estoy muriendo a diario en tu cuerpo.
Despertamos el
día 40. Sentí ruido en las calles, era una máquina que limpiaba las veredas, a
su lado un camión recogía la basura. En la televisión se informaba que no
habían autoridades para dar información oficial, algunos lugares comenzaron a
abrir sus puertas por proactividad de los encargados.
Ella me miró y
dijo -hoy se regresa a la normalidad, iré a casa a ver cómo están las cosas-
Vi por primera vez
su ceremonia matutina. Se ducho y paseo en toalla por el departamento, busco ropa
en su bolso, se secó el pelo con un adaptador para cabello crespo, uso tres
tipos de cremas para hidratarlo, delineó sus ojos y para finalizar roció fijador de maquillaje. Al salir al living, se
quedó mirando el café que había dejado para ella sobre la mesa. Nos besamos.
Hoy tengo miedo –le
dije- hoy de verdad tengo miedo de vivir de otra manera.
Yo creo que no me
escucho, el ascensor ya había cerrado la puerta. Saque un spray y rocíe el
pasillo por el que ella había caminado con sus botas de exterior.
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