Machaq Mara
Fue en las vísperas del año nuevo, justo
cuando empieza un nuevo ciclo de la semilla. Yo pensé que a partir de ese
invierno sería otra la cosecha, que esa trascendencia tan evidente con que se
mueve la vida se reflejaría en nosotras y todo florecería.
Ella me perdía, era un fuego respirable, un
fuego de vida que echaba andar todo dentro de mí. Cuando nos alejamos no logre
explicarme nada, debe ser porque le he prohibido a mi cabeza oír lo que dicen
las otras partes del cuerpo, esas razones en áreas indeterminadas es mejor
olvidarlas, porque así se vive más tranquilo, aunque nunca más feliz.
Yo siempre he vivido en esa lógica de
retazos, no me canso de escribir de ello y lo cierto es que en esa desconexión
es más difícil encontrarse con el otro, generar calor por uno mismo y
distinguir entre una multitud de colores de una misma familia.
Era imposible explicar, los caos no se explican, se sienten, se viven y nunca
te pillan reaccionando en momentos adecuados, pasaron unos días y volví a mi mundo
de silencio cotidiano, en el que la neurosis es capaz de esconderlo todo en el
orden de la alfombra. Ella se escondía entre los pliegues de mis recuerdos, en
los bordes de las cosas, en su olor que todavía flotaba en el aire, la sentía latiéndome
dolorosamente dentro, algo dolió un poco más y mis movimientos se transformaron
en un llanto que no pude soltar.
Al día siguiente participé en varias
ceremonias, yatiris, loncos y sabios indígenas agradecían el nuevo comienzo,
guarde algunas semillas, me deje bendecir por el agua de vertiente. Escuche que
alguien hablaba de la trascendencia, me acorde de ella unos segundos, cerré los
ojos y comenzó el nuevo ciclo de la semilla.
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